jueves, 13 de septiembre de 2007

Las tres lolas



Por: Daniel A. Vidal Toche

(Publicado en la revista de cine Ventana Indiscreta, 19/02/07)


Lolita, como diría Nabokov de todos sus libros, fue una necesidad “… ocurre que yo pertenezco a esa clase de autores que al empezar a escribir un libro no tiene otro propósito que librarse de él” Lolita nace prematuramente entre 1939 y 1940 en medio de un parto tortuoso (Nabokov sufría de neuralgia intercostal) Esa Lolita era una francesa sietemesina, anónima que esperaba ver su realización lejos de casa. Aquel primer esbozo fue escrito en ruso (El Hechicero) –detalle luego mostrado en Lolita con respecto al nombre del hotel en que se encuentra con Quilty: el cazador encantado, nombre original de la novela en ruso- con Arthur en lugar de Humbert y una madre moribunda en lugar de una solterona que se las trae. Luego de Nueve años Lolita recién pudo volver a verse en el papel, ahora con nombre y una grácil pizca irlandesa en sus venas. Soportó la necedad que la colocó en el lugar de la pornografía o de lo obsceno. Para 1954 Olympia Press publicó Lolita en París.
Lolita es la historia de un sofisticado y retorcido suizo, Humbert Humbert, y su llegada a América a propósito de una invitación para dictar un curso en Ramsdale. El destino, eje imperceptible pero trascendente al punto máximo de la novela, se presenta privándolo de su estancia ya reservada debido a un incendio en casa de sus parientes, por lo que debe buscar hospedaje. Charlotte Haze, una viuda patética y raída, ofrece un cuarto para Humbert, un estudio. Por sentado la sofisticación de H.H lo aparta de la idea de permanecer allí, hasta que la pequeña Lo se muestra en su amplitud, tomando baños de sol y retozando en el jardín, dorada, suave, nínfula. En Humbert se instaura una necesidad imbatible de triunfo pervertido, de posesión incólume de lo prohibido -los rasgos de maldad que Nabokov comparte en los personajes de su obra en general: su Smúrov o Kinbote o Van o Alex Rex. De ahí en más la novela se convierte en un viaje por recovecos del alma -también geográficos- de viajes que son pérdidas, caídas, desprendimientos dolorosos, esperanzas aciagas. Finalmente el demonio que lo encarna a él toma cuerpo en Quilty y a partir de su encuentro con aquél su deseo por el triunfo pervertido va en declive hacia una suerte de pérdida del amor torcido que llevaba consigo.


Dolly




Dolores Haze es la apariencia en su ebullición máxima. La seducción que ella ofrece es involuntaria. No atrapa con conciencia plena. La Lolita niña sabe ser más mujer que ninguna otra que atraviesa las páginas de la obra y, por sentado, más que muchas damas intentando serlo en la novela en general. A ese punto me atrevo a colocar a Lo. Lo accidental es tan bien situado que no es percibido en su totalidad. Dolly no sabe lo que hace, H.H. tampoco lo sabe y las consecuencias están tan desprovistas de explicaciones que sólo queda renunciar. Sólo queda contar. Tal es la esencia de Lolita. La aparente maldad y algidez de Lo no son más que retazos de una inocencia malvada y vulgar. En palabras de Humbert Nabokov: “Una mezcla de candor y decepción, de encanto y vulgaridad, de azul malhumor y rosada alegría”
Por más que nos seduzca la niña, en nosotros una reminiscencia irrenunciable nos convence de que el pobre H.H es el pobre H.H y que en la niña vive aquel demonio que la corrompe. Ello no puede ser cierto si se toma en cuenta las peticiones de Lo. El lector puede considerarlas como bobas referencias para construir un personaje infantil, pero en realidad son detalles que construyen un discurso mucho más complejo. La relación de H.H y Lo, es la de dos mundos en constante corrupción, desde ambos lados. Por más que H.H no sea, sino un pobre enfermo atrapado en la sofisticación de lo erótico, no consigue ser invencible ante un deseo tan simple como dejar que Lo vaya por unos batidos con un grupo de chicos. Así también Dolly es arrastrada por un frenesí del que no tiene control, al punto que se hace de un verdugo más despiadado con tal de librarse de su primer horror.

McFate, escribe tú
Hay un personaje que se trasluce: el temible señor McFate (hijo del destino) El azar no es un elemento suelto en una línea para deshacerse de la vaca de Charlotte, ni tampoco es un simple recurso retórico (aunque lo retórico en Nabokov nunca es simple) es una línea intersticial en toda la obra, pues es el destino quien hilvana cada momento que deja a H.H y a Lolita atrapados por algo más grande que sus propios juegos. McFate asesina a Charlotte, invita Quilty, aleja a Lo, corrompe a Lo, entrampa a Humbert. Entonces los accidentes son colocados por Nabokov como un plan que guía a sus personajes más allá de sus propios deseos, colocándolos como a piezas en un tablero que parece tener vida propia, pero que en realidad están guiados por un verdadero dote en cuanto a la escritura. Todos los Humbert son atacados por él. El padre, el niño abandonado por su nínfula primera, el marido siniestro, el psicópata pederasta, el masoquista estúpido, el anodino profesor, todos y cada uno de los Humbert son efectos colaterales del señor McFate.

McFate y su mundo




Los alcances de este planteamiento trascienden la estética planteada por Nabokov. Se instauran como uno de los más arduos retos de la literatura. Es cierto que en la vida misma el azar es tan presente que hasta lo podemos palpar. Cómo de pronto un evento fortuito engarza una conjunción de acontecimientos sucedáneos que eran impensables tanto para bien como para mal.
La literatura es ficción pero dentro de sus atributos se encuentra la verosimilitud, ésta no se aleja de ningún género que la abarque, se trate de ciencia ficción, de novela negra, de real-maravilloso, cualesquiera debe responder en su universo a los atributos creíbles de la realidad en la que se adjudica y toda realidad debería considerar el azar como parte necesaria de su conjunción. Pero no es tan fácil identificarlo y plasmarlo en una idea como en la vida misma, puesto que en la literatura el azar no se puede escribir. Nabokov usó un recurso formidable para plasmarlo: cosificarlo, convertir al azar en un fantasma tras todos sus elementos narrativos. Sin embargo dicha fórmula ya no puede repetirse y en la mayoría de casos el azar tiene que inscribirse en los silencios, entre las líneas, entre lo dicho y lo inferido y a la vez ser creíble. No se puede justificar un acontecimiento a partir del azar. Carver, escritor norteamericano de Catedral, Vidas Cruzadas, Ponte en mi lugar, De qué hablamos cuando hablamos de amor, entre otras; siempre avocado a mostrar lo que no se ve, esos pequeños detalles perceptibles por todos que si se observan con detenimiento son los verdaderos destructores y constructores de los breves espacios de vida de cada uno. Él es un ejemplo magistral de lo “no dicho” que es más trascendental que las propias palabras que se imprimen en su obra. La forma en que superpone los elementos narrativos con las inferencias del lector permite que todo el universo de los silencios sea una palpitación encarnada de lo vivido.
En el cine se puede pensar que la imagen proporciona armas mucho más fuertes para afrontar este artefacto, sin embargo el azar en el cine también puede resultar como un disparo al aire o una justificación racional. Desde el mismo modelo de Vladimir Prop, tomado por la producción mediática televisiva. El elemento tradicional ruso del hada madrina es un ejemplo claro del azar racionalizado. La princesa pobre que resulta bendecida por alguna magia divina no es fantasía como podría pensarse. Por el contrario es la racionalidad encarnada, con llaga y pus, es la demostración de que cada evento depende de una justificación de la palabra específica, de la imagen específica. En su contraparte podemos encontrar el ejemplo de Jarmusch quien de manera magistral enmarca al azar sobre un conjunto de recursos técnicos mínimos en Café y cigarrillos, una cajetilla de cigarrillos o una llamada telefónica enmarcan al azar como un silencio latente pero tan presente que se cala entre los huesos.
El azar es un elemento digno de el más sesudo análisis narrativo, sus alcances son indispensables para la literatura y el cine, domina sobre la razón y depende sólo de lo no dicho, de aquellos silencios más potentes que la melodía. ¿Cómo escribir sin palabras?... Es cuestión del azar.


Humbert Kubrick




La esencia de Lolita ha quedado dilucidada; sin embargo Lo no desaparece, como diría Humbert Nabokov: “era preciso que H.H. viviera a lo menos un par de meses más, para que tú vivieras después en la mente de generaciones venideras” Y así sobrevivió y sobrevive.
Lolita fue adoptada por Kubrick en 1962 (Lolita. Presentada por Metro Goldwyn Mayer en asociación con Seven arts) y contó con una patria potestad compartida, que en mucho ayuda a la maravilla de aquel film: el guión estuvo a cargo del propio Vladimir Nabokov quien en una suerte de sueño revelador se encontró a sí mismo leyéndolo y fue un encuentro poético que lo convenció de escribirlo. Luego la magistral entrada de Kubrick logra una limpieza tal que se puede llegar a dudar quien amó más a Lo, aunque por puntos el ganador es Nabokov, el mérito de Kubrick trasciende lo formal.

Pedoporno




Para los años 60’s aún el cine era en cierta mediada reacio a ciertos temas. Nabokov diría a propósito de sus pesares para llevar su obra a la luz que hay por lo menos tres temas impublicables: el de Lolita, el matrimonio entre un negro y blanca de éxito completo y glorioso que fructifique en montones de hijos y nietos, y el ateo total que lleva una vida sana y útil y muere durmiendo a los ciento seis años. Así el mismo fantasma de la censura recorrió la película de Kubrick que ya sobre el lenguaje seductor hasta la crispación de Vladimir, tuvo que medicar la imagen con un cuidado tal que la sutileza impere de manera mucho más comprometida con la novela de lo que se pudo esperar. Por ejemplo, la escena en que H.H. retoza en la cama con la vaca Charlotte mientras se regodea mirando un retrato de Lo en el velador.
La crítica fue durísima para Kubrick, lo acusaron de relegar a Lolita (la demoníaca nínfula) a una vulgar y sinuosa señorita. Sin embargo la vulgaridad que alegan sobre Sue Lyon es bastante mezquina, pues esta Lolita, si bien vulgar, mantuvo una cierta dosis propia del director sobre lo exagerado que se desarrolla en el film. En el caso de Quilty (el perverso que toma a Lo de los brazos de Humbert) elige a Peter Sellers para darle ese aspecto de tragicomedia exagerada y sobrecargada (como el rojo en el resplandor) Lo que quizá no apreció la crítica dura de los 60’s es que Kubrick es un autor de detalles, de signos, como buen conocedor y genio de la imagen, éste sabe articular los elemento que se silencian con pequeños matices de irreverencia y licencias que sobrepasan las propias miradas de los autores de las novelas que lleva a la pantalla. Un ejemplo conocido lo tenemos en el surrealismo gótico de La naranja Mecánica que Burgess con todo y Nadsat no consigue imprimir. Lolita también tiene esa mirada de cirujano capaz de encontrar, capaz de crear y mitificar.
Inicio del Film: H.H. entra en un cuarto surrealista desbordante y en ocaso. Quilty responde a su llamado resucitando de entre unas sábanas y con la celeridad de Peter Sellers encandila y sobreexpone. El detalle principal que describe por completo a Quilty es casi maquiavélico y muy escondido además. Quilty toca al piano una melodía que dice suya y a la que propone poner una letra, toca la Gran Polonesa de Chopin. Allí vemos la farsa y burda obscenidad que le da un matiz a todo el film. Se deposita en Quilty y luego aquella vulgaridad se transporta a Lo, pero no como una característica primera de la niña, sino como un proceso de corrupción en el que se va introduciendo el personaje. Lo único vulgar en el sentido de aquella crítica es el atrevimiento de hacerla.
Otra de las críticas a Kubrick fue que el film carecía del espíritu delirante de la novela. Esa es una visión bastante pueril. Lo que en realidad ocurre, desde mi mirada, es que el delirio se transporta a la exageración de los rasgos de cada personaje. Cada uno de ellos descuadra más que otro, salvo H.H. (exceptuando su siniestra carcajada luego de la carta de Charlotte y la escena del Hospital) que se mantiene mesurado, en tal clima se transfigura el deliro como en una lógica Griega: si todos están locos el que no lo está lo es. El delirio se transporta a H.H de manera impecable por desentonación.

El loquero



La elección de los actores por parte de Kubrick no pudo ser más acertada, comenzando por Sellers (Quilty) musa de Stanley, quien trasluce toda la vorágine de exageración kirsch del film, al igual que Shelley Winters (Charlotte) y la misma Sue Lyon (Lolita) que encuadran aquel espectro de reverberaciones maníacas y de corrupción in crescendo. El único que no “delira” que desarmoniza es James Mason (H.H) que es un perfecto pelele entrañable y del que su sufrimiento se muestra como una luz de cordura innecesaria, no para el film, sino para los propios fines de la cordura.

El objeto instaurado



Hay en Nabokov y Kubrick una mirada que se asemeja y que puede pasar desapercibida. Ambos trabajan como artistas plásticos eclécticos sobre el manejo de los sentimientos y de los propios personajes como objetos. La capacidad para cosificar todo el universo emocional de ambos artistas está impresa en el desarrollo extendido de los puntos de vista que dan sobre sus elementos. El Humbert Nabokovkiano es un elemento dúctil y reducible a momentos claves en donde está situado por una suerte de casualidad aparente, que, sin embargo es una manipulación del elemento humano y emocional como si se tratase de un artefacto cualquiera. Igual en Kubrick, la ductibilidad de su Quilty lo hace maleable a las situaciones humanas más deshumanizadas. Eso duele, dice Quilty al recibir las balas, patético grito de quien no recibe sino un artilugio, todo es puesta en escena desde la mirada propia del director, todo es cosificado en función, no de un efecto, sino de la versatilidad de sus miradas. Como en un cuadro de manera ecléctica hace mover los objetos (personajes) en universo aparentemente guiado por una casualidad involuntaria, pero supeditado a una maquinaria preconcebida. Algo parecido al manejo del espacio de Renoir: un fondo irresoluto sobre el cual sus objetos se definen en detalle y uno olvida el trazo tosco y se centra en esos pequeños movimientos, al parecer accidentales, que exponen en su superficie la verdadera naturaleza de la obra.

Humbert Lyne

La realidad del mundo Lolita de Lyne es muy distante en tiempo (1997) como en esencia. Pelear con un fantasma es tarea difícil. Pero combatir contra dos, y dos gigantes como Nabokov y Kubrick hicieron que Lyne no diera con una Lolita lograda.
Primero los personajes, son falsas parodias de lo ya parodiado y falsos reflejos del libro mismo. Probablemente Lyne estuvo con película y libro en mano, tratando de no ser el hijo de Maradona, de no imitar, de marcar un sello auténtico, tal especulación me hace pensar que allí radica el problema de Lyne. Su film es como un orgasmo fingido, carece de la pulcritud y desborde natural.
Sin ser tan mezquinos con Lyne habría que decir en su favor que tuvo dos geniales aciertos. Primero la elección de Jeremy Irons para el papel de H.H aunque en manos de Stanley probablemente hubiese logrado un Mason repotenciado. Y el segundo es que es necesario tener un coraje enorme para luchar con tales fantasmas.
Algunos críticos benevolentes han soltado como defensa de Lyne que su film no contó con un guionista de la talla de Nabokov; sin embargo la mayor destreza de Satanley está en la dirección de actores y en el manejo sígnico de la imagen y el lenguaje. Por tanto es prematuro atribuir a Nabokov todo el crédito. Es probable que ni con tal guión Lyne lograse una obra de culto en el cine. Digamos que Lyne en cuanto a Lolita es una rémora de dos grandes tiburones.
Lyne intenta distanciarse de Kubrick en cuanto a la forma de contar la historia y al contrario de aquél, sí incluye el flashback de H.H. con respecto a su amor perdido de juventud. Sin embargo sin la capacidad narrativa de Vladimir lo que consigue con ello es buscar una justificación para Humbert y para su comportamiento, como un decimonónico racionalista, limitando desde la entrada los alcances del personaje.
La ventaja de Lyne sobre Kubrick era inmensa, para los 90’s Lolita ya era una leyenda encajada en el tuétano de la intelectualidad, de la narrativa, del cine, y mostrar lo que Kubrick tuvo que rechazar le fue completamente factible; sin embargo es probable que allí haya tenido un arma de doble filo, al poder mostrar perdió la capacidad de significar y de erotizar con la sutileza de Satanley, perdiéndolo todo en un juego de obscenidad inocua a la que la cultura de los 90’s ya estaba acostumbrado. Lo oculto se pierde en Lyne. Nabokov sí muestra, claro que lo hace, pero con la seducción inalcanzable de una prosa extraordinaria.

No olvidemos a Dolly




Lolita es más que una obra maestra, es un enclave, un hito situado allá lejos, por los 50, al que se puede regresar con sólo destapar la tapa de ese maravilloso libro o con ayudarle a alguna pequeña amiga de la hermana a atarse las agujetas, o con regodearse mientras se mira como esa inocencia de las que ya no son niñas parece no ser más que una diabólica estrategia de las verdaderas dueñas del mundo y de todos H.H que tenemos atravesados en el plexo, aquellas nínfulas que no nos dejarán dormir, vivir, morir.

Páginas de 35mm

Existe un debate en torno a lo fidedigna de una adaptación de libro a cine. La dicotomía está en si es pertinente tomarse las licencias para intervenir en la historia al momento de llevarla a la pantalla. Por más que muchos autores como Polanski adaptan secciones vitales de las obras que llevan al cine, demuestran su deseo por hacer de la adaptación lo más fidedigna que se pueda, como en La novena puerta (1999) adaptación del libro El club de Dumas de Pérez-Reverte. De igual manera directores como Francis Ford Coppola han respetado casi a pie juntillas novelas como El Padrino de Mario Puzo. Sin embargo otros grandes se han tomado atribuciones que podrían considerarse como atrevimientos sobre grandes obras de la literatura, como Vidas Cruzadas de Robert Altman, adaptación de un conjunto de cuentos de Raymond Carver, o como el maestro que es ilustrado páginas arriba, Kubrick, que dirigió trece películas de las cuales once fueron adaptaciones literarias: La última razzia de Lionel White, Los senderos de la gloria de Humprey Cobb, Spartacus de Howard Fast, Lolita de Vladimir Nabokov, Doctor Strangelove de Peter George, 2001, la odisea del espacio de Arthur C. Clarke, La naranja mecánica de Anthony Burgess, Barry Lyndon de William Makepeace Thackeray, Shining de Stephan King, Full metal jacket de Gustav Hasford y su último largometraje, Eyes Wide Shut de Arthur Schnitzler. Jamás respetó la línea narrativa de los libros que llevó al cine, ni tan siquiera correspondió, en muchos casos, los hitos narrativos del film o los puntos de quiebre de las obras que adaptó. Siempre pensó que una adaptación no debía demostrar la capacidad de trasladar fidedignamente el papel a los 35mm. Para él una adaptación pasaba por la destrucción del espacio literario en función de sus propios elementos y a ese juego cosificador de su cine. Claro que algunos autores mostraron desacuerdo con su trabajo, como Shining de King, quién rechazó rotundamente la forma en que manipuló su novela. Sin embargo a Kubrick aquello lo tuvo sin cuidado y de todas maneras nos ancló aquel rojo mitificado de su film que supera el irrisorio recuerdo de la mentada novela.
Otro caso en donde el respeto en cuanto adaptación de Kubrick pasó por alto fue La naranja mecánica de Anthony Burgess en donde hasta se omitió la conclusión esperanzadora del novelista en el capítulo XXI de la obra, marcando sólo el espectro de la ultraviolecia y la dicotomía entre las elecciones y las imposiciones. No es que tales atribuciones se traten de una soberbia propia de una bruma setentera de la idea de artista. Para entender que una historia se disipa entre distintas miradas hay que entender que la forma y el fondo vienen de la mano y que de un fondo magistral se puede terminar produciendo lo irrelevante como en una conjunción de inutilidades de larga duración, como es el caso de la adaptación que Lyne hace de Lolita. No es que se exija de manera impuesta que la mirada del cineasta difiera de la del escritor, sino que se tiene que entender que el trabajo del director está circunscrito en el arte porque aquél tiene la apoteósica capacidad de articular los elementos para encontrar en su conjunción una forma que sea más que sólo para sus ojos. Las licencias limitadas de Ford Coppola en El padrino son magistrales y llevan el universo del film a una ruptura formidable -en los gestos, los espacios, los silencios- de la palabra. Sin embargo ese mismo respeto a la linealidad puede dar como resultado un aletargo y pesadez empalagosa como en Orgullo y prejuicio de Joe Whright, adaptación de la novela de Jane Austen.
De cualquier forma se debe pensar en el proceso de adaptación no en términos de fidelidad a la obra o no, sino en pos del enriquecimiento artístico y de las miradas que dicen más que la llana apreciación de un universo ya planteado. Cualquiera sea la forma en que se lleve una novela o cuento, o poema a la pantalla grande debe considerar que tiene, como necesidad, escapar a la propia concepción, respetando o sin hacerlo la linealidad narrativa o los puntos de quiebre del autor o transportándolos a una calidad distinta; pero sin lugar a dudas es indispensable que cada film, adaptado o no, abra una puerta, de no hacerlo su nulidad es inevitable y sólo pasará a formar parte de las cuantiosas obras que de olvidarse sólo perjudicarán las ganancias futuras de los descendientes del que fracasó.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Los últimos modernos


Blow Up

Las babas del diablo es un cuento de Julio Cortázar, incluido en Las armas secretas (1959). Es también el punto de partida de quizá, uno de los últimos resquicios de la modernidad, en el sentido filosófico si se quiere. Ya Slavoj Žižek, plantea este tópico en Mirando al sesgo. Es que este film es el reflejo del estadío de los escenarios, de los contextos, de los lugares, y no … el exhibir directamente el objeto, permitiéndole que haga visible su propio carácter indiferente y arbitrario… (Žižek, 2000).

El lugar de la modernidad es el lugar de Antonioni. Capaz de crear auras tan rotundas y mitificadas que no necesitaban la presencia de los objetos, como la literatura de Cortázar, en donde todo es instrumental, donde todo se conjuga en armonía hacia un todo. No estoy diciendo que el posmodernismo sea negativo. Pero sí que, cuando menos en el cine, el máximo representante de la modernidad se fue, se convirtió en uno de los pocos mitos que puedan crearse en el imaginario de quienes hemos tenido la oportunidad de ver sus filmes. Antonioni es parte de esos pocos espacios, ya casi arqueológicos, que han alcanzado
a dejar huella.

martes, 4 de septiembre de 2007

Periodista por accidente


"Truman Capote no sólo inventó un género, sino que acercó la mirada. Alejó esa vieja ley de periodismo objetivo y las destazó ante cientos de lectores que hasta hoy, extasiados, enajenados, se sumergen en su Sangre fría, en sus venas de escritor que fue periodista por accidente"



Por: Daniel A. Vidal Toche


Son cientos las imágenes sanguinarias que desfilan frente a nuestros ojos a diario. La muerte en su versión más enrarecida es casi un evento cualquiera. No hay el mínimo atisbo. Cambiamos de canal, pasamos la página del diario. Olvidamos.
No se puede conocer realmente sino se te mete por debajo de la piel, cada sensación, cada segundo antes de que ocurra el crimen. Acercarte a la herida en el cráneo de un chico asesinado. Algo que no se ve así nomás. Pero incluso más poderosa es la visión que las palabras pueden conjurar en uno. Palabras que colman cada espacio en blanco, que dejan las frías y clínicas fotografías y los meticulosos y habituales argotes periodísticos para reemplazarlos por sensaciones tan vivas como el momento mismo del crimen, tan mórbidas y despiadadas, y cercanas que no las puedes olvidar más. La literatura tiene ese poder. Ahora el periodismo también, Capote se lo otorgó.
Truman Capote no sólo inventó un género, sino que acercó la mirada. Alejó esa vieja ley de periodismo objetivo y las destazo ante cientos de lectores que hasta hoy, extasiados, enajenados, se sumergen en su Sangre fría, en sus venas de escritor que fue periodista por accidente.